De quién filtró la información. De cómo se convierte el mega escándalo del ex vicepresidente evasor, amnistiado y temporalmente detenido, en carbón de caldera parlamentaria: la oposición arremangada y afilando las banderillas y el estoque. La lidia en el Congreso, esta semana, se llama Rato. El caso Rato en sus infinitas variantes: destapada la vida y milagros del ex ministro (vida empresarial y milagros en beneficio propio) como una enorme Matrioska, la muñeca rusa que dentro lleva otra, y ésta otra, y ésta otra.
Mañana estaremos todos de nuevo, y con razón, hablando de lo de Rato.
Es sólo hoy. Lo del naufragio de los novecientos sin nombre es sólo hoy. Son muchos desaparecidos —-no me los llamen aún muertos— en un solo hundimiento, es verdad, pero aun siendo muchos —-esto también lo sabemos—- durarán en la memoria colectiva lo que una cumbre europea dedicada a analizar la inmigración. Poco, tirando a nada.
Yo igual debería seguir hablándote de Rato porque ése va a ser el debate de la semana. La controversia. La disputa. ¿Qué debate nos pueden generar siete u ocho centenares de seres de piel oscura llegados de no se sabe dónde y sin más vínculo con nosotros que el de haber ido a morir en un mar que no nos resulta del todo ajeno?
Sin documentos, sin tarjetas de embarque, sin nacionalidades. Sin jefes de Estado y de gobierno que sobrevuelen juntos el lugar del siniestro y anuncien investigaciones conjuntas para que la verdad de lo ocurrido aflore. No es una crítica, es la constatación de que, también para nosotros, los medios, hay muertos y muertos.
No lo vamos a negar. El hundimiento de un barco que contrabandea personas no se cuenta, ni se trata, como el naufragio de un crucero. No es un avión que se estrella contra el mar. Las autoridades no dan nombres de los viajeros ni nosotros nos molestamos en preguntarlos. Ya sabemos que nunca sabremos. Quiénes eran, hijos de quiénes, padres de quién, a qué se dedicaban, cómo fueron sus vidas antes de meterse en este viaje. No tengo testimonios sonoros de ellos que ofrecerte. No tengo fotografías sacadas de sus cuentas de Facebook para ilustrar los perfiles de cada uno de los fallecidos. No hay perfiles. No puedo buscar en la hemeroteca todo aquello que hicieron o que dijeron mientras tuvieron una vida porque las suyas fueron vidas sin la menor notoriedad, vidas del montón, de un montón africano de familias al límite siempre de la supervivencia. Libios, eritreos, sirios, caravanas de huidos procedentes de Sudán del Sur, del Congo, de Mali. Decimos africanos, decimos subasaharianos, decimos lo que sea porque es como decir que no sabemos nada, en el fondo, de ninguno de ellos. Inmigrantes. Su historia se reduce a las dos palabras con que su vida termina, las dos palabras que resumen lo que sabemos de ellos: se ahogaron.
“La muerte no tiene efecto disuasorio”, dijo ayer la portavoz del Alto Comisionado de la ONU para los refugiados. Que se ahoguen novecientos, que se ahoguen mil, no hace cambiar de idea a quienes hoy están recorriendo cientos de kilómetros a pie para alcanzar la costa de Libia e intentar desde allí llegar a Lampedusa. Sabiendo del riesgo perseveran porque el naufragio, para ellos, es no intentarlo. El naufragio, para ellos, es resignarse a morir malviviendo.
Yo debería estar hablándote de Rato porque esta historia de inmigrantes que mueren en el Mediterráneo, en realidad, no es nueva. Es sólo por el número por lo que hoy el suceso se convierte en gran noticia: hecatombe, decimos, la mayor desgracia habida nunca. Es por el número, no por las circunstancias que se vienen repitiendo semana tras semana, mes a mes, un año después de otro año. Nuestra gran tumba de seres sin nombre, la fosa común de los desesperados. Tienen que morir de setecientos en setecientos para que volvamos a abrir los informativos con ellos. Lo admito.
El papa ha reclamado a los gobiernos…el Papa les ha dicho por Dios, hagan ustedes algo. La ventaja que tienen los papas es que nadie les pide que concreten qué políticas pondrían en marcha ellos. El gobierno italiano solicita a los socios europeos que se pongan las pilas y Rajoy le dice a Europa —-o “se” dice a Europa puesto que Europa somos—- que es hora de hacer algo. De pasar de las palabras a los hechos. Hora de hacer algo porque ayer se han ahogado ochocientos, porque han llegado vivos, este año, diez mil y porque en Ceuta y en Melilla sigue habiendo una valla que vigilamos nosotros, España. Es hora de hacer algo, dicen los gobiernos europeos un año y medio después de Lampedusa, aquella otra hecatombe que provocó aquella otra cumbre y aquellas otras conclusiones en forma de medidas que iban a demostrar que por fin se empezaba a hacer algo. En realidad la cuestión sigue siendo hacer qué. ¿A qué se refieren cuando dicen hay que hacer algo? O a qué se refiere cada uno de los gobernantes que lo dice, porque no siempre están queriendo decir lo mismo. Defina usted “hacer algo”. Para unos hacer algo es reforzar la valla, impedir que salgan las embarcaciones de la costa libia, devolver las barcazas a sus playas de origen. Para otros, hacer algo es dar cobijo a todos los que lleguen, tratarlos como refugiados que huyen de la muerte, de guerras tribales o de hambrunas que, como las guerras, matan. ¿Hacer algo es atender a los que huyen o evitar que prospere su huída? Cómo se concilia la ayuda humanitaria al que escapa de una pesadilla con el control ordenado de la inmigración, los censos, los topes, los requisitos legales, los recursos finitos de que disponemos. Qué es hacer algo.
Si le pregunta usted a Matteo Salvini, eurodiputado y líder de la Liga Norte italiana —hablamos de él la semana pasada— le dirá que hacer algo es vaciar los centros de internamiento, subir a los inmigrantes en una barca y devolverlos a Libia. Para él efecto llamada es el mero hecho de permitir que las pateras desembarquen. Si le pregunta al otro Matteo, Renzi, el primer ministro, le dirá que hacer algo es aumentar los medios para atender a los que intentan llegar: socorrerles en el mar y darles techo en tierra. ¿Hasta cuántos? ¿Hasta qué número se puede permitir Europa, los diez mil que han llegado a Italia en este año, los sesenta mil que han entrado en el conjunto de Europa? ¿Son muchos sesenta mil irregulares por trimestre para una población de quinientos millones de personas?
Las preguntas, en un asunto como éste, son mucho más abundantes, y más claras, que las respuestas. Eso también lo sabemos.
El debate lleva abierto décadas. Sin que nadie haya encontrado, aún, una solución satisfactoria. Es un debate permanente que sólo en días como hoy, en las tertulias, flora.
Y es sólo hoy, lo sabemos. Es sólo hoy porque mañana ya estaremos hablando otra vez de Rato.